Tierra


Discos Flamencos
Juan Peña El Elbrijano
Senador, 2006
Miguel Angel Aguilar Avilés


Juan Peña El Lebrijano (Lebrija, Sevilla, 1941) es uno de los grandes cantaores del flamenco actual, con un curioso halo a su alrededor: es un artistas al que todo el mundo le reconoce su valía pero al que todo mundo le pone “peros”, como si fuera un deporte: que si el resultado de sus actuaciones es muy inestable —según el día—, que si hace cosas raras —dicen los puristas—, que si es demasiado puro —dicen los vanguardistas. Y así sucede que, probablemente, dentro de unos años, cuando esté muy mayor —si no muerto— se le ensalzará como a uno de los grandes, de “los que ya no quedan”: la Paquera, las de Utrera, etc. Por eso creo que es necesario, antes de afrontar este disco, poner sobre la mesa estos antecedentes y ser claros, sin medias tintas, sin esperar a las loas póstumas, ese deporte tan deleznable.

El Lebrijano, hijo de la Perrata, era cabeza habitual de cartel en los años 70 y saltó al conocimiento del gran público, definitivamente, gracias a su disco “Encuentros”, en el que conjugaba el flamenco con los sones andalusies de una orquesta (con cantantes incluidos) marroquí. Desde aquel disco, 1988, hasta hoy otros experimentos han surgido de su genio creador, como su disco “Sueños en el aire” de 2001, por tan sólo mencionar uno de ellos.

El disco que nos ocupa, “Tierra”, es una plausible reedición que nos retrotrae al año 1992, fecha en la que fue editado. El disco salió arropado, en el entorno de la Expo 92 de Sevilla, bajo el manto cultural del quinto centenario de la conquista de América por España (si en vez de hablar de conquista habláramos de descubrimiento entraríamos ya en un debate histórico, aún abierto, con gran disparidad de teorías y fuentes; dejémoslo estar, en esta ocasión).

El disco se concibió, y se nos propone, como una obra contínua y narrativa acerca de la travesía española hacia las américas: Cabo de Palos, los marineros, los “indios”, etc. Todo ello con las letras del poeta gaditano Manuel Caballero Bonald.

Se inicia el disco con el jolgorio de unos niños callejeando y unos coros que nos embarcan en un recorrido flamenco que constituye lo más destacado del disco: La apuesta por la renovación, por su frescura y por sus letras, de los palos flamencos: Desde la alboreá hasta los tanguillos, la soleá, sevillanas, fandangos o las seguidillas, y así hasta un total de 17 cortes.

En definitiva, un disco con el que disfrutarán los flamencos y aquellos a los que les pique el gusanillo del flamenco (que les piqué más allá de la rumba y de Andy y Lucas, claro).

Lo mejor: que el disco constituye una vuelta de tuerca al flamenco. No al estilo de “Omega” o “La leyenda del tiempo”, pero sí de esas vueltas de tuerca que, sin grandes estruendos pero con paso seguro, conforman la extensísima carrera discográfica de El Lebrijano.

Lo peor: Que, en la actualidad, muy pocos entiendan por innovación el revisitar el flamenco desde la sabiduría que demuestra este disco, sin grandes (y en la mayoría de las ocasiones, fallidas) rupturas, pero realizado con gusto y consciencia. Como todos los discos de estas características, también puede resultar una atadura la obligación de ceñir el recorrido de todos los cantes a un hilo argumental tan concreto (lo cual no deja de constituir todo un reto).