Razón, vigilia, elegía de Manuel Torre


Poesía
Manuel Ríos Ruiz


A Félix Grande,
poeta y tocaor,
andaluz de sentimientos.



PORQUE lo quiso Undivé, porque Undivé lo quiso, desde el sitial más alto de los sueños                     

desde la víscera sustancial de las Andalucías,

desde su pijotera entraña tan santísima, con su dedo decididor y cabalístico

en el nombre de Jerez, de sus campesinos y artesanos, de su misterio y litigio,

nació –digo: cantó-, aconteció Manuel Torre.


FUE cuando en Jerez nacían las yerbaspuntas tempranas del invierno

entre las grietas milenarias de sus muros y plazuelas

                                                                                      y la zagalería

retozaba por esquinas y patinillos, por zaguanes, casapuertas y corrales,

jugando al salqueteví y a la tentaílla, al salto de la comba,

al trinca, al tocaté, al careo, a la rebujina y la billarda.

De las bodegas emergían lo olores curativos de los mostos

y el aire se henchía con su fogaradas desde el mantillo

arenero, desde el arabesco empedrado a las veletas y a las azoteas.

San Miguel espejaba sus azulejos de vigía, pensativo arcángel grácil

piedra como un baile detenido frente al tiempo, en su meneo

de mástil cuesta abajo y cuesta arriba, respingo del donaire,

y escuchábanse, en su alturas y capillas, retumbar los relinchos

y galopes de los potros cartujanos, allá por Jédula, La Jarrilla y La Jareta,

Cerro Blanco y La Zangarriana, por los llanos de Caulina

y la Gradera, por encima de los torrejones del Castillo Melgarejo, desde Vico

a Torrecera, jarreos, jinetes, voceríos de Los Garciagos y de Gibalbín,

de Martelilla, de La Matanza, La Matancilla y La Matanzuela,

Fuente Bermeja y El Carrascal, los desolados campos hirsustos

que clamaban sus latitudes, meandros, laderas, eriales, albinas y albedríos,

tierras de pan buscar, montes, dehesas, cotos cerrados, ventorrillos, mundos

propios del señorito enjaezado, cacique y campechano, dios y luzbel.


ASI Jerez, así al costado del levante y su campiña cortijera,

con el Guadalete por verónicas guadalizando desde Cartuja al Portal,

Los Albarizones en flor de agua –liquen y fuente- camino de Lomopardo

y Montealegre, pagos de Solete, Las Abiertas y Parpalana, pejugales,

huertas, cojumbrales, planteras para el hambre y la salud, penitencias

y territorios de la calabaza y la lechuga, removida tierra candeal,

alomada y fresca, encelo del ciruelo, ostensorio de la higuera, primores

del naranjo y su azahar, almendros y perales, feria del albérchigo, valle

del perillo,

                   oh parra, espiga, mazorca, chícharos, panizo, albejones

lujos en los ojos, fiesta del paladar acariciada, resoles vegetales del recuerdo.


OH Jerez,

                  oh tierra consumida y abinada sol a sol, rememora, acuérdate

de tus aconteceres y tus siglos en torno a Manuel Torre, de cuánta mies y belleza

aureolada te naciera al norte en Carrizosa, en tu cacho Almocadén,

sobre las recónditas ruinas de Asta Regia, Tabajete allí en pleno

y ánimo, Cañada de Albaladejo, barros calientes de Bujón,

pulmón terrenal de cada viña, de sus pámpanos y suspiros en albariza:

Casarejo, Burujena, Monteagudo, Ventosa, Macharnudo, el Cerro

común de Santiago,

                                 La Aína amorosa y capital.

                                                                              El harén

de cepas de Los Tercios y El Marrufo, cuyos liños encandilan, sobrecogen.


LA vida en pos, creciendo, la comunión de los jazmines y los dondiegos

en los aporcados arriates, agrimensuras insólitas del sur, lontananzas

hacia Bolaños, Frías, Caricortao,

                                                      ranchos del Calvario, del Beato y de La Bola,

toros de Roa La Bota, olivareras lindes de Las Quinientas, Sierra

pesebre de San Cristóbal. Cuestas del Chorizo, barranco, término

luminoso, luz inaprensible aspirando el mar, haciendo nido a la bahía.

Y los barbechos en vuelo -Cerro del Cuco, Cerro del Viento- a las nubes

de una atlántica ilusión de bajamares y de surbajos, troníos

del agraz,

                 latifundios abrazando a la ciudad, entrando por puertas

 y postigos, en el redor del siglo diecinueve, cuando Undivé quiso confirmarnos

la voz, el sentimiento ancestral, el grito cuajarón y dolorido

naciendo entre lagartijas y salamandras, tanagra y tronco,

perfil endrino,

                         esqueletomaquia de todos,

                                                                      bizarro y sonoro Manuel Torre.


QUE lo miren en aquellos indígenas y quemados brazos, mamando azufre

de redondos tizones, niño jerezano de la calle Alamos, cachorro

esperanza de la penuria, largo chavea que sultán sería

y macho que creciera del resabio, alimentado por el vino y por el eco.

Como lambrea y hostiga su inquietud en eclosión, se refriega por su instinto

y hurga en sí mismo las azucenas y los cardo, intuye y atisba

el horizonte como un venado, bendice y mal llama a la prieta vida

que le ha puesto de pie gitano, sarmiento y azadura, erosión y labio,

cíclope y hurón, hombreajo, rodrigón oscuro, palosanto y cirio

que hízose recalo a cada golpe, azuzado golpe y rajo, racimo de áridas

coplas, áspero membrillo en la alacena del pecho madurando.


ERASE Manuel Torre, puro calorró, tallado a buril en abedul, erizada

la piel y su caoba, los glóbulos aglutinando su raza y lejanía,

¡hijo macizo de Jerez!,

                                      heredero ungido de la Mare Siguiriya

y su duro perdenal, corinto el ademán y movimiento, altísima la frente

en su brocal y en su sino, la negra silueta clavada en la cal, perpleja

en los parrales, en las ventas y los colmaos, patentado cartel andaluz,

vivificador de la alucinación y la jondura, sésamo y pijo el cante.


HABÍA nacido de una profecía.

                                                    Undivé lo consiguió,

                                                                                       Undivé que voló

por los majuelos y se arrastró por los tabancos de los soleaeros sones y martirios,

alzando custodias venencias  y cálices catavinos, finos y olorosos sabores de la casta,

acaparando para él la queja, consagrándole el jipío, el vómito austral del alma jerezana.


LA guitarra lo esperaba como una madriguera,

                                                                            repercutía desgranando

su sonido de primacamapanario, el bronco bordón coyunda,

los trémoles calientes, ajilguerados, y el compás le decía predicando:

Ven y canta, santifica a tu pueblo, atávico Manuel Torre, abre

tu amapola de fuego, sostén la calentura, el delirio y el alivio

de los versos populares y fragüeros, vuelca para siempre la tinaja, rompe

y fija los moldes de la ralea morena, de los tercios y las melismas,

oh música privilegio,

                                    acento comunal de la pobreza,

                                                                                       remolino

                                                                                                           y rentoi

de los adentros, combustión del ánima, nutricio aljibe, malacate.


Y Manuel Torre cantaba, asumía toda la savia y lira de su gente,

temperamento y maneras, forjas como rejas arándole la lengua,

señalándole el cabeceo de los tientos como vinos, de los tangos

templados cual los lances, de las redobladas cantiñas pintureras,

el redicho revolteo de la soleabulería, la fuerza campera y genital

del fandango, su alba reluciente, el profundo y herrumbroso aliento

del martinete, gravedad que ajoga, confesión que nos enaltece.


PERFILOSE en Manuel Torre la rúbrica del cante, su cantonal garganta

y su zaranda de reliquias, el tallo y la floración, el rito, el esplendor

de su tamo, su trueno y su relámpago, pozo en cruz, silo de desdichas y sudarios,

cuánto ensalmo concebido y salmodiado,

                                                                    ¡cante cántaro!,

                                                                                               vasija

inagotable en su manantío de verdades clamadas y sentidas, lémures

paridos con dolor, acuñando la voz laína reinadora y tañida, su pálpito cabal.


UNDIVÉ lo quería, lo hizo cantaor, ornóle, estremecióle

de la hiel a la pupila, armó con amor sus huesos de alcayatas y sensaciones,

signó la antigüedad que estaba en su cabeza y cundía de su mirada

y Manuel Torre derribó las tapias de las costumbres y de los maestros,

engrandeciendo los desafíos de Jerez, remontando los arcaicos estilos

de la Plaza Orellana y de La Albarizuela, los secretos y donosos duendes del Arco Santiago.


Y desde El Rincón Malillo al Cerro Fuerte repujó los cantes con sus rumbos:

calle del Sol bajando, Marimanta y su esquina, florida plaza de las Angustias,

Campillo y Porvenir del Vallesequillo, tabernas del Pelirón y El Membrillar,

sentando su genio en los veladores de la calle Doña Blanca, de la Veracruz

-capullo y diafragma de Jerez-, elevando El Torre su periplo cantaor

hacia todas las trochas y tribus de su especie, fama nueva adelante,

enferveciendo el destino, resuelto y fustigado por madrugadas de azogue y talismán,

cuando su arte se fortalecía de ahítos pesares y arrancaba de su alquimia

los taninos salobres de la más trágica locura: la transida biografía del padecimiento.


SE percató en un barrunto de que el cante es un turbión de heridas, las llagas

interiores que se palpan en la carne, un trompicado salto de caballo,

una victoria de muerto revoleado, cegado por la sangre, la llama intrínseca

que brota del último picón, del rescoldo, del anafe mantenido bajo el esternón,

ciencia infusa que briega por las venas, cultura del cieno despavorida y santa,

clamor unánime de Jerez y su liturgia, de sus barrios desvalidos, la capacidad

rebelde que de pronto se ensaña y explica con el quejío los tolondrones del hálito.


LA copa le da el temple y el tono Carapiera, se cuece el ambiente del replante

y entonces Manuel Torre removiendo los entresijos y la piriñaca de su gitanería,

plantaba el frondoso y viejo majoleto de su cante son diamantes y espinas,

sublevado escorpión y promontorio arañando los semblantes, paralizando

estrellas y lunas en llenos y menguantes por el cielo de los cuartos haciendo horqueta

en la justa medianoche, reventando transportando la atmósfera y los corazones,

y sonaba un ole redondo como un puño por bóvedas y arcadas por vigas, tragaluces

y velones, mientras los presentes se rompían conmovidos las camisas, quebraban

rebrincados sus cinturas, saltábanse las lágrimas con el ensartado repeluco del pellizco.


NUNCA fue el universo más mínimo y fantástico:

                                                                                  la medida

                                                                                                     voluble de una cuarta,

un lirio de amargura alzado en ardentía, una copla o sentencia en la boca

de un gitano esperpéntico que se crecía prisionero de la pena y sembraba su lid.

Jerez era un predio pajarero y sumiso desde la Yedra al Tempul

y desde calle de la Sangre hasta la de Campana, por la cuesta u ojiva

de la Cárcel o los trinos mañaneros del Arroyo, por el Mamelón y sus rosas,

por las añejas andanas del Muro, por las invisibles acacias de la Puerta Real,

apregonaban su gracia los recios toneleros, los arrumbadores alfiles, los curtidos gañanes

de punta, los talabarteros del Arenal y de Guarnidos, los marchosos tratantes

de La Lancería, los carpinteros de carros del Angostillo, los pechisacaos chicucos

de la Parra Vieja, los matarifes y los mayorales, los sacristanes y los bolleros, los mayetos,

las mujeres de bandera, las gitanas de la gandinga, de la flor y la quincalla,

diciendo de Manuel Torre, junto al palocortao, la alabanza  repentina y suprema

hecha calidez y solera, espejo y deidad, fervor, veneración insólita y colectiva.


EL tordo Manuel Torre

                                         -verde el pañuelo, blanca la blusa-, 

                                                                                                  el perfil

aquileño y real, faraónico el gesto, alto bienteveo, patriarcal y hermoso

espantapájaros, riparia estremecida, vid andante, estiró

su iglesia por toda La Bajo-andalucía, cimbreó el taranto entelerido,

mordió las angustias y dulzuras de la malagueña hurí, agitanó lo marismeño,

cuajó la soleá al viento del poniente barují, preño a la siguiriya de cúspides

y de abismos, le prendió un cernícalo a los aires de los puertos y una odalisca

era su buleaera armonía, una capacha de flama y huesos su toná de noria.


LLEGÓ todo su cante a las sacudidas de la paráclita entelequia

que cría la sugestión y el aquelarre, a la brujería mística y tangible

donde el pensamiento bambolea destellos y calidoscopios, encarnaduras

mágicas, macetas y barandales de un columpio tropel mecido

por la lúbrica lujuria de los más definitivos y flamencos paraísos y sombrajos.


LE vieron alejarse un día las torres de Jerez, su calle sin árboles, su sombra

misma, las palomas zuritas zureando, la Plazuela en silencio y despedida,

la hechicera sonata de Javier, Frijones borracho, los limpios pescaeros

del cazón, la gente bulliciosa de la carne, los tiznaos cerrajeros, el yunque

del vino en su palacio encantado, Capuchinos caminos y jardines, los gorriones del año.

Llevaba el cante, Jerez, en la barriga y aventurado en la cara, en la vara y vereda,

asombró con su sabiduría a los jerifaltes y a los estetas, a los dueños de las palabras,

a los ricos por el oro y por los mandos, a los engolados administradores, a los geres

y a los cautivos,

                            les impuso su torrente y dióles su mensaje, su clavel de abril, su trinitaria,

su noctámbula quintaesencia, aldaba y cerrojo de cada cante o cada llanto.

Y, ¿quién eres tú?, le preguntaron santones, ediles, artistas, betuneros y compadres.

No supo qué decir, solamente se miró las manos, raíz t

                                                                                      i

                                                                                      r

                                                                                      a

                                                                                      b

                                                                                      u

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                                                                                      ó

                                                                                      n, el tornasol          

de su pellejo y se a-rran-có la copia más añeja que plañía en su memoria,

el único documento, el escrito imposible que podía poner en su patena de acebuche

como una mariposa de miera entre el pescuezo, su alma tiritando sobre el hombro.

No hubo más apostura ni más gloria, ni mejor garlochí de verídico gitano.

Ay qué alternativa confirmarse con lo suyo, cobijarse en sí, beber de la jarra

del íntimo trasiego, recorrer los propios tendones de la fundamental odisea, despertar

en la manta que a todos nos cubrió, saber que la enredadera que nos engarza

somos los que estamos perpetuamente pidiéndole a Undivé que nos mantenga

la muleta y el coro, la azoleta y el son, para que el grito individual restalle, brinque

y empalme los cimientos que nos parieran y nos juntaran, soleo y ala, Manuel Torre encendido.


PONGÁMOSLE una vela en todos los almijares, en todos los lagares de la ternura,

levantemos la caña bodeguera brindando por la perenne enseña de su vital milagro,

por su señera y colosal herencia, por la almáciga que será su cadáver, abono de un sevillano

geranio, jaramago o ciprés, embozada de jerezanísima ceniza fuera de su órbita entrañable.

Su elegía se vive y su vigilia se canta, la querencia de Jerez lo enaltece y sedimenta,

legendario Manuel Torre, muerto de tan jondo por una desenfrenada y triste sanguijuela,

mientras sintió transitar por su cuerpo alacranes, gaviotas y libélulas;

él, que conoció a Perico el de los Palotes y a San Federico García Lorca,

a Don Manuel de Falla y al Querubín Juanillo de San Telmo,

que puso su fe en los gallos de pelea, la confianza en un burro, la alegría en los galgos,

era sencillamente el cante que brotaba, moría y resucitaba cada vez que crujía

su pella,

               su patética resonancia,

                                                     dejando en sus ayes el infinito terremoto de la soledad.


AHORA, cuando Manuel Torre cumple cien años de sortilegio y códice, de sublime

aventura, su inmortalidad esplende y engalana la más congénita historia de Jerez,

es su capítulo más público y notorio, su personaje estético y artístico, ídolo

del pueblo para todas las calendas y un eterno  e

                                                                            s

                                                                              c

                                                                                a

                                                                                  l

                                                                                    o

                                                                                      f

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                                                                                            o

                                                                                                la mención de su voz.


NUNCA muere quien crea un arpegio, una nueva dimensión originaria, la farola

luciérnaga que alumbre senderos y sentires, cuestiones y meollos, cauces y fondos,

porque el amor humano lo realza, lo inviste patriarca, lo pone atalaya, lo agarra

de pendón y sigue tras su arenga de cometa en el cielo con los párpados cerrados

y abierto el pecho percibiendo el lúcido donaire, la dádiva de su repentizar.

Manuel Torre tiene el poder del beneficio, palpita entre nosotros su culebrón de piérades

el triquitraque que era, que es su dramática potestad , la cicatriz que no cierra.


QUE el júbilo nos coma, que las señales ondeen por los tejados y los bastidores,

que muévase la certeza de ventana en balcón, que Jerez se encabrite como una jaca

y vibre en su zarampaña de coplas y dilemas, que vive Manuel Torre, que vive

en el serrallo que a todos nos espera, que payos y gitanos, que gachós y garabitos,

somos los mismos del Barrio de La Plata hasta el Cerro del Fruto y tenemos en las arterias

un orgullo nato y específico: sabermos jerezanos desde la médula al sentido

y el cante de Manuel Torre nos injerta y cultiva el instinto arriero y musical.


MANUEL TORRE nos envila, yayai muerto invicto, el que pasó por este decibelio

cantando convulsiones y amoríos, el padecer de la tierra, celebremos sus gloria y rito,

que Jerez entero se haga tablas, tarimas, paraninfos,  tronos, y púlpitos, rizos y frisos,

que los jerezanos canten, que canten siempre lo mismo, el cante morao y absorto

de Manuel Torre, nuestro idioma de la viña y del cortijo, de la era y la bodega,

del bautizo y de los lutos: jonda manera de hablar en medio de todo el mundo.

Pidamos a Undivé que vuelva, que vuelva Manuel Torre, que se siente y que cante.